Apenas habían terminado los diferentes funerales por su padre, a los que acudió, como en él era normal aunque muy poca gente se daba cuenta, absolutamente borracho, fue convocado por el notario que había colaborado en la redacción de las últimas voluntades del finado, junto con el albacea encargado de asegurar el cumplimiento de las disposiciones testamentarias. Resultó ser el notario un prohombre de incuestionables virtudes piadosas y obvio perteneciente al círculo de amigos espirituales de don
Estrepitancio, y que de ahora en adelante y con el fín de no gastar inútilmente vocabulario bautizaremos como
Opus Dei, puesto que de una obra del mismísimo Dios se trataba, igualmente resultó ser el albacea un presbítero de la misma piadosa institución, a la que acortando siquiera un poco más bien podríamos llamar
la Obra, relativamente conocido ya en la ciudad gracias a eminentísimos sermones en los que, de forma sistemática, elogiaba el trabajo como forma de santidad, y más aún afirmaba de forma sutil y cariñosa que el ganar dinero, mucho dinero, no sólo no era pecado sino que estaba bien visto a los ojos de Dios y que la recurrencia de descreídos, ateos, masones y sicarios del maligno en general, a la
parábola del ojo de la aguja, el rico y el camello no era más que una añagaza con la que pretendían turbiar nuestro ánimo, vagos, degenerados y rojos de toda índole y condición. Y bien santo debió resultar, indudablemente, el padre de
Vituperio , puesto que dinero había ganado a espuertas, sin embargo a su hijo poco le iba a llegar, puesto que una vez que hubo profesado los votos de
pobreza, castidad y obediencia que le habían convertido en miembro
numerario de la Obra, creó, o más bien le ayudaron a crear un complicadísimo artificio jurídico-mercantil, incomprensible de forma absoluta para
Vituperio lego como era en en lenguaje legal, que apartaban, en la práctica, al teórico heredero del imperio de los
Bemoles , de la propiedad del patrimonio, si bien conservaba una simbólica participación en las sociedades, convertidas ahora en anónimas, y en concepto de herencia legítima la propiedad absoluta del piso en el que había nacido y crecido y también la del de la calle de Leganitos en Madrid, su residencia del momento. A medida que el notario iba desgranando las diferentes disposiciones del documento a
Vituperio Bemoles se le iba disipando su habitual
cogorza entrando en un estado de difícil descripción entre la
resaca y un cabreo de proporciones colosales. Comenó a insultar, haciendo honor al nombre con el que le cristianaron, a todo lo que se movía, tanto en el cielo como en la tierra, lo que no excluía en absoluto la corte celestial incluidos serafines, querubines, potestades y tronos, ángeles y arcángeles y la mismísima Trinidad, tanto uno por uno, siendo tres como los tres siendo uno. De nada sirvió, en ningún momento la sonrisa beatífica de sus interlocutores se mudo del gesto. Intentó hacer valer su condición de ex-combatiente, ex-cautivo y camisa vieja asistente al acto fundacional del Partido en el teatro de la Comedia, por más que cuando se fundó éste apenas tenía dos años de edad y aún no había cumplido los nueve cuando terminó la guerra, tenía todos los
carnets que acreditaban su hidalguía nacional-sindicalista, incluso tenía la medalla concedida a los
caidos por Dios y por España , pero ésta, que había ganado en una
timba, apenas la exhibia porque le daba mal fario. Tampoco entonces se amilanaron sus interlocutores, y es que la correlación de fuerzas se iba modificando sutilmente, como tendría ocasión de comprobar cuando ya en Madrid intentó mover sus influencias, con escaso éxito. Incluso el catedrático de Derecho Mercantil que le había dado una sonora matrícula de honor y al que acudió para ver si le desbrozaba el camino legal encontrando algún resquicio al que agarrarse, le despidió de forma fría aunque cortés pero dándole claramente a entender que de haber sido hoy la calificación hubiera estado muy lejana de la matrícula de honor concedida. No cabía duda que la visita del general americano vencedor en la cada vez más lejana guerra mundial, había modificado en algo la situacion, España había entrado en la ONU, y la
División Azul (de la que también tenía el correspondiente
carnet ) había sido una inciativa de particulares. Regresó por última vez en su vida a su ciudad natal, puso a la venta el piso con los enseres y mobiliario, e incluso ganó una pequeña fortuna con el
gabinete en el que su padre purificaba su espíritu, al vender los artilugios a un grupo de negocios norteamericano, sin que quedara claro para que los querían. Camino de la estación de ferrocarril miró en su derredor y se percató, por primera vez en su vida, de la enorme cantidad de basura que se acumulaba en las calles de la ciudad, fruto sin duda de la desidia municipal. Cuidadosamente se alisó el uniforme, se sacudió con fuerza los zapatos y subió al tren.
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